jueves, 23 de abril de 2009

LAS MÁSCARAS DE LA DEMOCRACIA

Junio 2004


Tras el triunfo de la sociedad civil ante los muchos combates contra el poder tiránico, en cualquiera de sus formas, la democracia nació de la sangre de nuestros antepasados. El derecho al voto emanó de los muchos cadáveres de hombres y mujeres que dieron su vida por el sufragio universal. La democracia se construyó, así, sobre miles de muertos que cayeron en el camino. Un nuevo sistema político que anunciaba su pretensión de evitar los errores de la Historia.
Tras el colonialismo salvaje que asoló los continentes, la repartición mecánica de los nuevos mundos, las revoluciones y guerras civiles, décadas de dictaduras, y, sobre todo, dos guerras mundiales, se estableció un nuevo orden nacional y mundial. Un nuevo equilibrio basado en la paz, ante un mundo horrorizado por semejantes barbaries, y un novedoso pensamiento en el ser humano, tolerancia. Para asegurarlo, nacieron organizaciones basadas en el respeto a los derechos y una política basada en ellos.
Sin embargo, la democracia actual dista mucho de la original, de la idea de muchos que murieron por ella. Con el tiempo, ha ido deformándose hasta convertirse en un sistema político oligárquico de índole económica, con características similares a otros regímenes anteriores pero disfrazado bajo un gran nombre, bajo el orgulloso nombre de “Democracia”. Democracia como sinónimo de igualdad, libertad, soberanía popular, palabras por las que lucharon los hombres a lo largo de todos los siglos.

El ser humano instauró dicho régimen político pero olvidó leer las instrucciones. Se centró en su protección jurídica descuidando su carácter social y ético. Ignoró que, como invento del hombre, ésta evoluciona y debe crearse continuamente. Omitió, en otras palabras, llevarla a cabo quedándose en sus inicios.
Esta vez sí se trata de echar la vista atrás. De rememorar el pasado, porque sólo conociendo la historia, entendiendo por qué los hombres abandonaron el estado de naturaleza, relegando a un segundo plano algo tan relevante como la libertad, podremos entender nuestro sistema y, por ende, aplicarlo correctamente.
Los pueblos que, en su día, lucharon encarnizadamente contra el despotismo del poder, ahora han sido derrotados porque no saben que están en lucha. Porque la guerra contra el Poder nunca termina. Porque olvidaron que éste siempre tiende a extralimitarse y que ya lo ha hecho. En los albores el siglo XXI, en plena juventud de la democracia, ha devorado al poder Legislativo y Judicial y, con ello, ha destrozado los pilares de la libertad e igualdad, ayudado por la intromisión en su seno de la economía. Y ésta, al mismo tiempo, le ha engullido a él.
El arte de la política se ha alienado en una política economista que cada vez menos guarda relación con sus orígenes. La entrada de lo privado en la esfera pública ha desembocado en su contrario, la introducción de la Administración en lo privado, convirtiéndose en un espectáculo amoral, en sus tres ramas, cuyo eje central no es el bien común sino, como su propio nombre indica, la economía y los privilegios. Privilegios, aquellos contra los que se oponía la democracia por definición, que amamantaba el principio de igualdad.
La caída de este principio supone la deformación del régimen. El poder ya no se siente obligado a escuchar al pueblo. En su obra La democracia en América II, Tocqueville advirtió que “los ambiciosos de las democracias se preocupan menos por los intereses y juicios del futuro; el momento actual es lo único que les preocupa y absorbe. Prefieren abarcar con rapidez infinidad de empresas a elevar monumentos duraderos; mucho más que la gloria aman el éxito. Lo que principalmente exigen de los hombres es la obediencia. Lo que desean ante todo, es el poder” ( Tocqueville, 1984: 210).
Obediencia. La obediencia al poder supone la esclavitud, pero una esclavitud diferente, voluntaria. Ya lo dijo Étienne de La Boetié en Discourse on Voluntary Servitude (1548), “Cuanto más saquean los tiranos (...) cuanto más se ceda a ellos y se les obedezca, por todo eso llegan a ser más poderosos y formidables, más preparados para aniquilar y destruir. Pero si, sin ninguna violencia, simplemente no se les obedece, se vuelven desnudos e inacabados (...) y mueren”.
Pero la sociedad civil abandonó su protagonismo, dejó de erigirse como soberanía nacional al tiempo que el Poder comenzaba a sentirse legítimo sin su ayuda. El significado de la democracia va más allá de un voto cada cierto periodo de tiempo, aunque sea éste fundamental. El poder del pueblo no puede limitarse a ello. El problema es que olvidamos lo que significa, nos hemos conformado con unas migajas cuando merecemos una galleta entera. Los pueblos se han convertido en sociedades acomodadas, conformistas, que muchas veces optan por actores de partidos, no por los programas de éstos, convirtiendo la política en un espectáculo más. Dicha superficialidad aleja el alcance de lo que realmente significa introducir un papel en una urna, al tiempo que es aprovechada por el poder, que la exprime a través de artimañas jurídicas y psicológicas para fomentar dicha pasividad e irresponsabilidad.
La Democracia, en cuanto a su lema “el poder en manos del pueblo”, está convaleciente. Enferma por su sangre, la sociedad civil, y por su cabeza, el Estado. La clase gobernadora oculta su mal a través de máscaras a la sociedad y ésta reduce su protagonismo a un papel. Un voto que, en última instancia, puede implicar el fin de la paz, establecida hace sólo 59 años. Que puede significar una democracia, pero esta vez como sinónimo de intolerancia, torturas, muertes y destrucción, palabras contra las que los hombres lucharon a lo largo de todos los siglos. Como dijo Rousseau, “no existe una verdadera democracia”.
Sin embargo, la situación no es irreversible. Existe cura contra las dolencias de este sistema político, una solución basada en la educación del pueblo. Los ciudadanos deben empezar a recordar que la soberanía popular les pertenece por herencia, como legado de sus antepasados. Que se sientan animados a participar en la política, que olviden la frustración que anidó en ellos en tiempos pasados. Y el único camino posible es pensar por sí mismo, relegando a un segundo plano las opiniones de la mayoría porque, a veces, un gran número de cabezas pensando no es siempre señal de acierto.
Mas no es suficiente. Para la regeneración de la democracia es necesario la revisión de los tres poderes que la conforman: ejecutivo, legislativo y judicial, no sin antes establecerse definitivamente su independecia. Sobre todo, la autonomía del Estado frente a su vinculación más perjudicial, su relación con la economía. Reformas de ley sobre financiación de los partidos políticos, transparencia en el ejercicio del Poder, terminar con la pseudo-opinión pública, ofrecer una preparación política al pueblo, liberarnos de las cadenas de la Hiperrealidad..., y sobre todo, tener la firme convicción de que, con el esfuerzo de cada persona, de índole política o civil, se puede construir una nueva democracia. Un nuevo régimen donde la clase política gobierne obedeciendo al pueblo. Una democracia de la que sentirnos orgullosos.

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